Todo un recorrido improvisado, casi sin intenciones, nos presentó un escenario a David y a mi. Y como la curiosidad es mi debilidad, le aferré los ojos a aquellas figuritas diáfanas que aleteaban suave entre la charca que las criaba tan pequeñas. David y yo asomamos las cabezas hacia la charca desde el puentecito decorativo pintado de rojo. “Mira to’ese chorro de peces.” David me señaló una manada de peces que se había petrificado en dirección a nuestras presencias. Escupí su superficie para recibir el acto prometido de todo pez en una charca de reserva gubernamental, un simple y vago impulso de tragar una bocanada de mi saliva. “!Bah! Los peces son aburridos, por eso los flochean.” Dije, pero la mirada se me quedó fija en la manada, en aquella rectitud tan militante ante la presencia humana asomada sobre el puentecito rojo. “Mira, una tortuga.” Me señaló David. Una tortuga se asomaba con el cuello largo y orgulloso. David también escupía esperando un espectáculo, pero es que esos peces no se movían. Dos hicieron el aguaje de atacar aquella decepcionante presa, y uno cayó, llevándose el mal sabor de haberse tragado nada. La tortuga se presentó con su paciencia acelerada frente al puentecito rojo. David y yo nos re-quedamos un minuto confrontando aquella audiencia que se presentaba ante nosotros con una verticalidad desbocada, firme con su postura flotante, quieta, a la expectativa del porvenir diario. “Otra tortuga más, por allá.” Le señalé a una distancia corta. “Y otra más allí, mira.” Me señaló David un poco más lejos. En un abrir y cerrar de ojos las dos tortugas hacían acto de presencia a la orilla del puentecito rojo, que daba la casualidad que sostenía nuestra visita imprevista. Las dos tortugas asumieron esa misma postura de gárgola con la que nos recibieron los peces… y allí quedó. Aconteció otro minuto de un encuentro mortificado en donde nuestras miradas chocaban entre la curiosidad y el instinto. “Acho, estas cabronas lo que quieren es comida.” Me dijo. “Yo no traje na’, corillo, yo vine a fumalme un blon.” Les avisó David con gestos y actitudes a los peces y a las tortugas como dirigiéndosele a alguna congregación de necesitados. “Mira, mira, mira como son, mira como se quedan quietecitas porque suponen que to’el que pasa por aquí les va a tirar algo.” Dije, y decidimos seguir el camino con la idea de aquel escenario chocándonos en las cabezas.
David y yo no logramos concretizar aquel deseo de ir expandiendo territorios para la práctica espiritual, porque ya los espacios públicos son la misma cosa que los espacios privados y se pone muy caliente el asunto. Intentamos infiltrarnos entre la maleza fotogénica, pero aún en el recodo más oscuro que nos prestaba el paisaje era falible nuestra conducta. Que jodienda, coño. Ni que estuviéramos haciendo algo malo, pensé. Descubrimos que el camuflaje entre casitas de muñecas no funciona, así que nos limitamos a seguir buscando por el camino predeterminado con brea y piedritas sobre arcilla. Una que otra vez encontramos grupos pequeños de expediciones que se divisaban a mediana distancia o nos topamos con varios otros que nos cruzaban de repente con sus trotes ligeros, muy determinados, pidiendo paso por la izquierda. Y hubo una señora, muy curiosa que nos llamó la atención. Llevaba puesta una pamela modernizada y su uniforme de caminante regular (“aunque sea media horita diaria”, seguramente se lo llevaba repitiendo como una casetera todo el día) y una botella de agua amarrada al pecho. Se tropezó con nuestra aventura repetidas veces y la incomodidad se le desbordaba en la sonrisa puritana de su “buenas tardes”, que no terminó siendo más que una simple mirada esquiva con alucinaciones de persecución para el tercer encuentro. David ya se quejaba de los síntomas del cansancio. “Ya le hemos dao’ dos vueltas a esto.” Me dijo. Y eso dio paso a que nos alteráramos un poco en el transcurso de encontrar un espacio flexible para la armonización clandestina cuando nos tropezamos con una patrulla estacionada entre unos tristes palos de bambú. Tal vez eran vigilias rutinarias o simple aburrimiento y no merecían más atención. Pero el simple hecho de que al entrar como buenos samaritanos en nuestro carrito el sobreviviente por los portones de aquel jardín, que se nos desplomaba ante la vista como un gran parque de diversiones, a la guardia se le ocurriera detenernos, después de un juego de miradas con el otro guardia que sostenía el wakitoki cerca de los labios metros más adelante de la caseta de seguridad, para preguntar el porqué de nuestra visita cuando acababa de dejar pasar a siete carros corridos sin aguajes de interrogación, nos alteró un poco los nervios. “Vamos a visitar el jardín.” Le respondimos a su cuestionamiento. “Mmm. Muy bien, pues estacionen aquí.” Y nos señaló el estacionamiento que quedaba justo al lado de la entrada y le dio una última mirada preventiva al hombre de la periferia. Se puede decir que todo depende de la interpretación, pues la nuestra no fue la de una cálida bienvenida. Por eso la patrulla reposando entre el bambú le quitó la última bocanada de libertad al paisaje. “Vámonos pa’ otro lao” sugirió David después de todo el recorrido, derrotado sobre el puentecito rojo. “Si aquí hasta los peces están muertos.” Concluyó. Y así partimos, dejando atrás un jardín que amargamente se hacía pequeñito en el marco del cristal trasero del sobreviviente cuando hace un momento nos había parecido tan grande y misterioso.